«#001 (Simbiosis)», 2021

ZuLo – #001 (simbiosis)

Termina 2021 y el panorama es desolador: los restos de la tragedia sanitaria, sus consecuencias todavía difíciles de calibrar en los ámbitos económico y social, la crisis climática y nuestra tozuda capacidad para acabar desde dentro con nuestro propio planeta, las crisis de emigrantes, universales, lamentables, necesarias en su huida hacia territorios mejores… y el hambre, siempre ahí, a tiro de piedra, muy cerca aunque no lo veamos. El crecimiento de planteamientos políticos radicales donde observamos, pasmados, la esforzada carrera para ver quién es capaz de construir el dislate más enojoso, el que mejor funciona como chamánica propaganda panem et circenses… se diría que lo hemos olvidado todo. O más bien que, como comenta Ida Vitale, “nadie espera que le digan la verdad”. Son tiempos de bricolaje, tiempos de blanqueamiento… y de redención. Y es que las palabras pueden actuar como el arsénico; decía el filólogo Victor Klemperer que “uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”. Cuidado: existen las “zonas grises”; en ellas el mal acecha y hace muy difícil el desarrollo de un pensamiento crítico. Mirar al terror de frente, como apunta la filósofa Ana Carrasco-Conde, es imprescindible para evitar que se repita.

Sí, como indica Ángela Mármol en su último libro, las redes sociales -y con ellas, ese intento burdo de construir una identidad líquida con la que podamos reconciliarnos- pueden embarcarnos en un viaje desde el cielo al infierno a lomos de un post. Con buen tino, Noreena Hertz comentaba hace solo unos días en una entrevista a RNE que las redes sociales “son las empresas tabaqueras del siglo XXI: son las responsables de la creación de productos con alto nivel de adicción para la sociedad”. Y es que, como señala Byung-Chul Han, la maravillosa tecnología que nos rodea nos encadena cada vez más en corto y nos autoexplota sin que ni siquiera nos demos cuenta del proceso. Es tiempo de abandonar, de una vez por todas, la vanidad y el victimismo; seamos, en palabras de Víctor Lapuente, “buenos ciudadanos”. Esto es: gente más empática.

Nos quedan, claro, los textos que contienen alternativas a una realidad que se hace por momentos insoportable. Nos quedan los clásicos grecolatinos, un remanso donde siempre es conveniente posar nuestra mirada. Nos quedan los textos de Almudena Grandes, que se nos fue estos días: “En el final de 2021 nadie podrá quejarse de aburrimiento. Los acontecimientos se precipitan a una velocidad que cuesta trabajo procesar”. Nos queda la poesía… “La libertad es una librería”, escribió Joan Margarit.

Termina 2021 y también llega el final de esta serie anual de La Caverna de la Luz, un conjunto de imágenes dedicado al cuerpo atrincherado, imágenes con reminiscencias bíblicas: Noli me tangere (“No me toques”, le dijo Jesús a María Magdalena, recién resucitado). Por el camino hemos aprendido mucho, hemos compartido grandes momentos y nos hemos hecho más sabios a pesar de que, como señala acertadamente Benjamín Labatut, “el precio que pagamos por el conocimiento es la pérdida de la comprensión”.

La historia de esta imagen arranca en los puertos de Sejos, en un paraje conocido como Los Cantos de La Borrica, un paisaje mágico donde grandes rocas erráticas salpican la superficie. Conglomerados que resumen la historia de la Tierra, también la de los hombres que consumieron sus vidas en ese territorio, como atestiguan los restos megalíticos del collado cercano. Cuando hayamos desaparecido, estas rocas seguirán allí, observándonos, vigilando el horizonte. El proceso comienza andando, subiendo sierras imposibles, perdiéndose. Allí aparece El caminante sobre el mar de nubes (Der Wanderer über dem Nebelmeer), de Caspar David Friedrich (1818), una de las obras maestras del Romanticismo alemán. Luego, hay cuchillas que se deslizan por el papel, que cortan, que separan, que nos acercan al abismo, que nos desequilibran… que nos angustian… lo mismo que la pandemia. 

Muchas cosas contiene esta imagen: Tierra, Agua, Aire, Fuego… nubes sobre las que caminar. La nada: eso en lo que inevitablemente nos convertiremos, a pesar de nuestros obstinados intentos por mantener lozana nuestra belleza y alcanzar -ay- la inmortalidad, o el vacío… o la niebla. Aquí están también, en la parte superior, las montañas de Reinosa, con su perfil inconfundible: el skyline campurriano. La confluencia de las sierras de Híjar y Pico Cordel, las siluetas míticas de El Cuchillón, El Tres Mares o El Chivo. Arte y naturaleza unidos por un proceso simbiótico del que ambos salen reforzados.

“Nos creemos que somos parte de una era impresionante, pero lo que dejaremos atrás no será nada impresionante en absoluto”, apuntaba Robert Harris en una reciente entrevista. No, no hay garantías de que nuestra civilización vaya a perdurar en el tiempo, como le pasó a la romana… y a otras tantas antes que la nuestra. La crisis de la COVID-19 está siendo un serio aviso al respecto. Y es que la pesadilla del coronavirus está muy lejos de terminar. De momento, seguimos embarcados en esta montaña rusa de éxitos y fracasos, de esperanza e incertidumbre… un auténtico master en vulnerabilidades. Son tiempos de máscaras. Más bien, tiempos de enmascaramiento, de ocultarnos, de desaparecer, de diluirnos entre ola y ola -vamos a por la sexta- en este mar alborotado, mientras desde el África austral llama a nuestra puerta una nueva variante, la enésima: ómicron, con su batería infinita de mutaciones y nuevos riesgos. Para el final del invierno -ya será 2022- estaremos “vacunados, curados o muertos”, señalaba hace unos días el ministro de Salud alemán, al interpretar la preocupante subida de contagios en Europa.

Decía Virginia Wolf que “nada es simplemente una cosa”. Todo es complejo de analizar, de entender. Luego está lo que no se puede decir. “Siempre hay algo que no podemos decir, que quizá cambiaría nuestra vida, que acaso nos convertiría en inocentes… o en culpables”, nos recordaba Cristina Peri Rossi. Y también está lo que queda: “lo que dejaremos será el plástico, que no es biodegradable”, en palabras de Robert Harris.

Termina el año 2021, termina también aquí la serie Noli me tangere (El cuerpo atrincherado) que durante doce meses ha ocupado los escaparates de La Caverna de la Luz. Han sido tiempos dominados por la pandemia y por grandes dosis de desesperanza. “Pienso que se escribe porque se muere, porque todo transcurre rápidamente y experimentamos el deseo de retenerlo”, escribía Cristina Peri Rossi en 1968. Podríamos decir lo mismo de las imágenes: Se fotografía porque se muere. Y es que ante la naturaleza en todo su esplendor, ante el paisaje sublime, solo hay dos opciones: callar o hacer fotografías en silencio. Quedémonos, para acabar, con las palabras de Emily Dickinson: “El tiempo pasa, / les digo a los que sufren. / Sobrevivirán. / Hay un sol, / aunque ahora no lo crean”. Podemos sobreponernos a la fatalidad. Bienvenidos al Antropoceno… Bienvenidas al Metaverso.

Raúl Lucio

ZuLo (Nacho Zubelzu y Raúl Lucio

ZuLo es un colectivo artístico formado por Nacho Zubelzu (Reinosa, 1966) y Raúl Lucio (Reinosa, 1967). Desde que se conocieron en su adolescencia, compartiendo pupitre en el instituto, han mantenido una larga amistad y relación personal. Su práctica artística se basa en la observación, en la acción y en la interacción con el paisaje, particularmente el de la comarca de Campoo (sur de Cantabria). Nacho Zubelzu (Reinosa 1966) es un artista plástico que vincula su creación con el viaje y la naturaleza; sus pinturas, dibujos, esculturas, instalaciones y performances establecen siempre un diálogo con la tierra y con el hombre. Raúl Lucio (Reinosa, 1967), arqueólogo de formación, desarrolla proyectos relacionados con la imagen (fotografía y vídeo), orientados a la reflexión sobre el paisaje, el retrato y su relación con la memoria (el recuerdo y el olvido). Esta comparecencia en La Caverna de la Luz supone la presentación en sociedad del proyecto ZuLo.

Diario Montañés, 2-12-2021

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